- Silva, Osvaldo
"Prehistoria de América".
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- Westheim, Paul y Pal Kelemen
"Arte americano precolombino y arte colonial" (Vol. 18), en
Palol, Pedro de y Juan José Martín González [Directores]
"Historia del Arte Universal" (20 volúmenes)
Ediciones Moretón; Bilbao, España, 1967.
- Whitecotton, Joseph W.
"Los Zapotecos. Príncipes, sacerdotes y campesinos".
Editorial Fondo de Cultura Económica; México. 1a. reimp. 1992.
El Período Clásico (300 - 900 d. C.)
En esta época, la acumulación de conocimientos iniciada en el Formativo provocó una serie de innovaciones culturales que caracterizarían a la etapa clásica. Entre ellos el surgimiento de las ciudades verdaderamente urbanas; el perfeccionamiento de las ciencias exactas y su relación al calendario; aparición de la escritura jeroglífica y de los códices, libros con hojas de cuero de venado que se doblaban en forma de biombo; adopción de una religión cuyas concepciones filosóficas morales se extendieron a toda el área. Las deidades de la lluvia, el sol, la luna y el héroe civilizador Quetzalcoatl, la serpiente emplumada, fueron figuras comunes en las expresiones artísticas. Escultura, pintura y arquitectura alcanzaron un espectacular desarrollo plasmado de sentimiento religioso. Es por ello que las civilizaciones clásicas de Mesoamérica han sido denominadas cultistas, queriendo identificarlas por esa gran espiritualidad que reflejan sus obras y como oposición al crudo militarismo de la etapa siguiente.
Una armoniosa serenidad relacionaba lo mundano con lo extranatural bajo un pacifismo que favorecía el quehacer cultural. Tal es la concepción tradicional de la etapa clásica mesoamericana y que, a la luz de los nuevos descubrimientos arqueológicos, aparece ahora como demasiado idealista. Guerras y sacrificios humanos no estuvieron ausentes en las civilizaciones clásicas. La "explosión demográfica" activó la imperiosa necesidad de conquistar nuevas tierras agrícolas y con ello se crearon vínculos de dependencia y dominio entre los estados cuyas estructuras correspondían, ahora, a la de las sociedades hidráulicas.
Monte Albán es la más antigua manifestación de las civilizaciones urbanas mesoamericanas. Paddock considera que Monte Albán II (300 - 100 a. C.), señala el punto de partida del temprano urbanismo; la ciudad comenzaba a ensancharse sobre las cimas truncadas de las montañas y los edificios se trazaban de acuerdo a un plano urbanístico en donde las calles, delineadas funcionalmente, se convertían en arterias que relacionaban todas las estructuras. Paddock, siguiendo el esquema de Childe, identifica urbanismo con civilización. Utiliza el término de “Urbanismo Temprano para la primera generación de las civilizaciones mesoamericanas, aquellos sistemas fuertemente teocráticos que no emergieron de otras civilizaciones urbanas sino de formas más simples. Sus sucesores militarísticos de las últimas centurias prehispánicas, serán llamados Urbanismo Tardío. Constituyen segundas generaciones que descienden de las teocracias urbanas tempranas” (1966).
Interesantes son los conceptos de primera y segunda generación, que coinciden con lo que Fried ha denominado, desde un punto de vista de evolución política, estado prístino y estado secundario; los primeros surgen por sí mismos, como natural consecuencia del proceso evolutivo, mientras que los segundos son derivaciones de aquéllos.
Monte Albán y Teotihuacan constituyen las primeras generaciones de las civilizaciones interiores en México; son los estados prístinos de los cuales, de una u otra forma, se originarán los de la etapa postclásica.
La civilización de Monte Albán
Monte Albán clásico está representado por las fases Monte Albán III a (100 a. C. - 300 d. C.) y Monte Albán III b (300 - 900 d. C.), cuyo desarrollo muestra influencias de aquella otra gran civilización interior, Teotihuacan.
La población de Monte Albán clásico ha sido atribuida a los Zapotecas de las crónicas aztecas e hispanas. Pueblo obsesionado por la muerte, tuvo en la confección de urnas y tumbas su preocupación esencial.
Las urnas funerarias son vasos cilíndricos de cerámica en cuya parte anterior se colocaban efigies de diversas deidades. Durante Monte Albán III a se modelaban a mano y se tendía a representar figuras humanas; Monte Albán III b, por el contrario, muestra figuras estilizadas y sofisticadas que intentan expresar complicados simbolismos religiosos.
Toda la religión zapoteca debió girar en torno a los misterios de la vida extraterrenal. Firmemente convencidos de ella se preocuparon de construir tumbas para preservar los cadáveres. Las de Monte Albán I eran bastante pequeñas; en Monte Albán II aparecen con techos en forma de bóveda quebrada y nichos en las paredes, padrón que se conserva en los períodos siguientes. Esculturas y pinturas adornaban fachadas e interiores.
En la arquitectura, las formas lisas de los períodos I y II se rompen abruptamente en el III a con la adopción del talud y tablero teotihuacano. Al mismo tiempo, aparecen las canchas de juego a la pelota.
Edificada en lo alto de las montañas, Monte Albán no necesitó de defensas, lo que no encierra, como se dijo, un espíritu pacifista. Por el contrario, la estela de la Plataforma Sur incluye figuras de cautivos y conquistadores enterrando lanzas sobre un glifo que representa una desconocida ciudad.
Con Monte Albán III b la ciudad alcanzó su máxima extensión; los edificios abarcaban una superficie cercana a los 80 km2 , distribuidos en lo alto de la montaña, foco del centro cívico o ceremonial y asiento de la burocracia dirigente, y en las terrazas bajas donde habitaban los campesinos.
Hacia el 900 d. C. fue abandonada en un fenómeno semejante al experimentado por Teotihuacan y los centros mayas clásicos. Su lugar será ocupado, en el Postclásico, por los Mixtecas, pueblo que tuvo su capital en Mitla, esporádicos visitantes de Monte Albán.
Las relaciones entre Monte Albán y Teotihuacan, según Paddock, se remontan hacia fines del formativo; sin embargo, se estrechan sólo a partir de la fase III a.
La herencia religiosa de los zapotecas se unió a la de Teotihuacan para dar forma definitiva al panteón del México Prehispano. Cocijo, el dios de la lluvia; Pitao Cozobi, dios del maíz; el dios Murciélago y, probablemente, el dios viejo del fuego, Huehueteotl, la diosa de las aguas Chalchitlicue y la serpiente emplumada, con antecedentes que se remontan al área olmeca, se cuentan entre ellos.
El abandono de las ciudades clásicas ha despertado muchas especulaciones. Extrañamente tal hecho pareció ser el sino fatal de aquellas civilizaciones. Revoluciones e invasiones son los argumentos más sostenidos; en las tierras bajas, además, se habla de insoportables presiones demográficas que disolvieron a las sociedades.
Actualmente se ha comprobado que el lapso inmediatamente anterior a la caída de las ciudades señala una especie de estancamiento en la actividad creadora; ello podría coincidir con un agotamiento intelectual de la clase dirigente. Incapaces de crear nada nuevo, se volvieron más y más tradicionalistas. Una sociedad en constante aumento requiere de continuos cambios que la adecuen a las nuevas condiciones; si ellos no se producen, las viejas estructuras se transforman en un dique que, por su debilidad, no podrá soportar las presiones del progreso y terminará por romperse.
La falta de solución a problemas derivados de la propia evolución cultural terminó con el prestigio de la clase dirigente y los campesinos cesaron de sostenerlos; así, lentamente, la comunidad se disolvió por falta de autoridad central. La frustración de aquella masa traicionada pudo ser motivo de la ruptura intencional de algunos monumentos que representaban el poder ya inservible. Sin embargo, la mayoría de los edificios debió caerse piedra por piedra al no disponer de quien los reparara y mantuviera.
El agotamiento intelectual y la pérdida de prestigio de la clase dirigente, más que revoluciones u otras acciones violentas, parecen, pues, haber sido la causa principal del abandono de las ciudades clásicas. La falta de dirección permitió el avance de pueblos culturalmente más atrasados; ellos invadieron y terminaron por romper definitivamente las estructuras caducas; mezclados con los restos de las poblaciones moribundas, les inyectaron la sangre revitalizadora que dio surgimiento a nuevas y pujantes civilizaciones.
(Adaptado de Silva, Osvaldo "Prehistoria de América". Editorial Universitaria; Santiago, Chile. 2a. edición 1974. Págs. 80 – 86).
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